Reminiscencia
¿Puede una sociedad salir avante de su lucha contra un sinsentido tal como la violencia irracional que es el signo de sus tiempos? Reminiscencia, de Diego Saji, hace hincapié en la necesidad de hacer un alto en el camino para hallar en la añoranza de nuestras raíces una razón lo suficientemente sólida para contrarrestar el desosiego de la desdibujada actualidad, pues si ésta carece de sentido, no es impedimento para que nadie sea capaz de crearse un propósito propio que le salvaguarde de los males que aquejan a su entorno, elevar una declaración determinante, crear una reafirmación de la vida por sobre el miedo y la incertidumbre, a través de una manifestación del arte capaz de aislarnos del ruido de lo cotidiano para reinventarnos entre las vetas de una renovada sensibilidad. Después de todo, como bien lo ha afirmado el cineasta David Lynch: «El arte no cambia nada; el arte te cambia a ti».


La voz de los pueblos radica no sólo en su lenguaje, habita también en los matices de su condición heterogénea. Es a partir de sus costumbres, sus formas y decires, la variedad cromática de sus expresiones visuales, las texturas sonoras de su identidad y convenciones, como se cataliza el esclarecimiento de su carácter y emblema consonante, entendido como el cúmulo de rasgos que los miembros de esa sociedad practican y perfeccionan a través del tiempo para afianzarles como propios, únicos e irrepetibles.
Crean así entidad e identidad, amalgamadas en conductas que se afianzan en hábitos adquiridos y transmitidos generacionalmente, y que constituyen una suerte de materia prima con la que se forja arraigo, pertenencia, cultura y tradición, nociones asumidas como naturales por su condición duradera, y que sin embargo, pese a su aparente perpetuidad, son susceptibles de callar o inclusive desaparecer.
¿Qué ocurre cuando esta clase de manifestaciones que dan pie a una identidad colectiva inalienable es trastocada de tajo por un agente externo, anómalo e inclemente? Tal es la disyuntiva conceptual que el compositor Diego Saji aborda en su obra Reminiscencia. Toma del crisol musical del altiplano mexicano sus matices de alborozo para impregnarles de la incertidumbre derivada por un sentido de pérdida cuyo génesis es la resultante de un fenómeno desbordado por intimidación, injusticia, violencia y muerte, transgresiones todas a la esfera vital de un pueblo que de súbito se torna rehén del ente criminal incontenible.
El peso de su amenaza se cierne como negros nubarrones que todo lo ensombrecen; la otrora luminosidad de lo festivo palidece bajo una mortaja de incertidumbre que lenta, pero implacable, se amplifica como hiedra y se adueña de las calles; balas como aullidos narran las salvajes historias de la noche; piras de fuego primitivo arrojan furiosos garabatos de humo, distorsionan el aire diáfano y disgregan su mensaje atroz imitando el poder de dios en la zarza ardiente; corre la sangre con la insoportable lentitud de la madrugada y oxida la
pureza del rocío que reluce bajo la primera luz del alba; luego el sol le evapora y el horror de lo vivido esquiva su lugar en la memoria como una pesadilla remota y confusa.
Queda entonces el azoro de quien cree mirar la silueta de los muertos y desaparecidos en el hueco que dejaron. Queda también la duda que ya no exige respuesta a un “por qué”, sino más bien teme al “cuándo”. La indefensión como bandera de la experiencia abrumadora es evidencia del imperio criminal sobre la conciencia de los individuos, en tanto que la angustia se obstina en ocupar un lugar predominante entre el cúmulo de manifestaciones de la identidad colectiva, a la vez que trastoca la perspectiva de su propio tiempo y espacio, de súbito empequeñecidos sin justificación aparente.
Testimoniar la alegría perdida de los pueblos y desvelar a dentelladas su insignificancia repentina reconfigura la vida social en dos vertientes: resignación ante la irreparable pérdida de lo otrora habitual, y la consecuente convalidación de su miserable realidad. Es decir, el ejercicio consciente de que tarde o temprano la atrocidad, indolente, se posará amenazante bajo el umbral de nuestra puerta.
Es en tal estado de indefensión como se asienta una visión nihilista, contraria al sentido natural de conservación de las costumbres y formas propias de lo cotidiano, pero que pesa también sobre el instinto de rechazo a la incivilizada imposición del desfigurado statu quo. Si tras el despojo artero de la vida pacífica predomina la angustia como elemento vinculante entre los individuos, cabe entonces consignar que éstos se asuman como prisioneros de una incertidumbre enquistada en sus pensamientos, aguardando a ser tocados por el flagelo homicida; trocados en seres que, despojados ya de un común denominador armónico, encuentran refugio en el disfrute de efímeros placeres, pues en ausencia de un porqué convincente para explicar el caos reinante, cualquier forma de complacencia es abrazada con agrado.
El ánimo festivo popular encuentra así un cauce de continuidad que, al pretender eclipsar lo innegable, se manifiesta sin medida ni propósito, como una suerte de arrojo hedonista que conglomera sentires pasivos, confundidos, conformistas y perturbados que apuntan a
nuevas expresiones culturales narcisistas, desatadas hasta el extremo de glorificar a los perpetradores de la violencia incontenible. Es decir, la permisividad se vuelve tierra fértil en una sociedad despojada de sus ideales, en una abierta declaración de quienes encuentran en él una vía redentora en el proceso de resignación por el abandono de sus ilusiones.
Ante esta disyuntiva es preciso descorrer el telón de la cuestión fundamental: ¿Puede una sociedad salir avante de su lucha contra un sinsentido tal como la violencia irracional que es el signo de sus tiempos? Reminiscencia, de Diego Saji, hace hincapié en la necesidad de hacer un alto en el camino para hallar en la añoranza de nuestras raíces una razón lo suficientemente sólida para contrarrestar el desosiego de la desdibujada actualidad, pues si ésta carece de sentido, no es impedimento para que nadie sea capaz de crearse un propósito propio que le salvaguarde de los males que aquejan a su entorno, elevar una declaración determinante, crear una reafirmación de la vida por sobre el miedo y la incertidumbre, a través de una manifestación del arte capaz de aislarnos del ruido de lo cotidiano para reinventarnos entre las vetas de una renovada sensibilidad. Después de todo, como bien lo ha afirmado el cineasta David Lynch: «El arte no cambia nada; el arte te cambia a ti».